lunes, 22 de enero de 2024

 Una mañana del Martes 3 de Septiembre de 1878, en la Plaza de San Miguel de Zaragoza, varios almotacenes del real cuerpo de pesos y medidas y un joven secretario del ayuntamiento, toman café mientras observan una postal de este último y charlan frente a la iglesia del mismo nombre.

  "Verán ustedes, hace poco más de un año, a mediados del mes de Junio, pasé por esta plaza para llegar hasta la calle Asalto. 

El consistorio por aquellas fechas, me encargó tomar nota --tras las reclamaciones pertinentes de los afectados--, de las viviendas y locales que entrarían definitivamente en el plan de ensanches municipal. 

 Era temprano. Comenzaba a asomar el sol por los aleros de los tejados. Al entrar en la plaza con mi libreta bajo el brazo, tan solo me topé con una dama y un par de infantes madrugadores que jugaban a escasos metros de sus faldas con un perro de aguas. 

Todo relativamente tranquilo.

Todavía no rondaban los habituales de la bota y la manta que buscan amparo al calor del vino por los rincones de la plaza. 

 A mi espalda sonó el eco de unos engranajes chirriantes y el compás de unas ruedas toscas sobre los adoquines. Al girarme, más o menos a la altura del callejón del Perro, pude ver por primera vez el solitario carro laboratorio de aquel caballero, que tenía su nombre y su oficio expuesto en letras grandes pintado en los laterales de la tartana.

 Se llamaba Jean Laurent y había venido a hacer unas placas fotográficas a la iglesia que tenemos en frente, la iglesia de San Miguel. 

Para aquellos zagales de cara sucia y albarcas rotas, presenciar aquel despliegue en mitad de la plaza fue más glorioso que pasar la tarde frente a la rueda del barquillero. 

Luciendo ya un servidor este bigote alfonsino y un saco de tres piezas, no dejé de observar lo que acontecía frente a mis ojos. Haciendo prolijo esfuerzo por contener al niño bajo el somero disfraz de adulto que pretendía aparentar, no pasaron ni diez segundos que traicionóme mi lengua indiscreta acosado por la curiosidad. Dando comienzo a una charla con aquel caballero, e ignorando por completo mi ya conocida reserva ante los extraños.  

 Tras acercarme me quité el sombrero, le dí los buenos días cortésmente y me presenté con nombre y oficio para estar a iguales con el señor fotógrafo.

 "Eugenio Martín Rosales, auxiliar del ayuntamiento", dije soltando un falsete, en vano intento de sonar más adulto.

  Laurent muy amablemente y sin apenas detenerse, me devolvió el saludo por el rabillo del ojo, y tras unos segundos concentrado en su faena, me pidió con acento afrancesado, que por favor le echase una mano plantando el trípode de la cámara donde el me lo señaló. Mientras tanto, el continuaba extendiendo cuidadosamente sobre un vidrio ---y con pulso de barbero---  las gotas de colodión. También me dijo, que le llamara Juan, que ya llevaba mucho tiempo viviendo en nuestra patria, sintiéndose español de pleno derecho. 

Tras mirar al perro, la madre y los infantes; que alelados no dejaban un solo instante de estudiar cada uno de sus exóticos instrumentos, me dijo que traía algo de prisa, que le quedaba poco tiempo antes de que empezasen a incordiarle los paisanos con su trasiego diario.

 Al terminar, el caballero debía acudir al Casino Liceo, y si terminaba pronto, saldría de nuevo para Madrid en el tren correo de la tarde.

  Dirigió entonces su cámara a San Miguel, e hizo que me percatase de un detalle en su fachada del que todavía no había prestado atención aquella mañana. 

---Ahora, señores almotacenes, les ruego observen con atención el lugar que estoy a punto de señalarles.

 ¿Ven el muro frontal de la cabecera bajo esa ventana central tan llamativa? 

... 

Bien, pues el año pasado, tal vez por exceso de humedades o salitres, parte del cubrimiento de la parte baja de la fachada se había desprendido, dejando a la vista, ¡et voilá! cinco arcos perfectamente definidos, que casualmente, y como pueden comprobar en esta imagen, coinciden con el orden, número y forma de los arcos superiores bajo el tejado. 

 El albañil de la parroquia no tardó ni dos días en revocar la fachada, ocultándolos nuevamente de las miradas curiosas, pero gracias a la placa de aquel fotógrafo, los arcos quedaron inmortalizados para siempre.





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